El pequeñoburgués "enfurecido" por los horrores del capitalismo es un fenómeno social propio, como el anarquismo, de todos los países capitalistas. La inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad, su facilidad de cambiarse rápidamente en sumisión, en apatía, en imaginaciones fantásticas, hasta en un entusiasmo "furioso", por tal o cual tendencia burguesa "de moda", son universalmente conocidas. (V.I. Lenin, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo)
Actitudes sumisas y acomodaticias, carentes de toda ambición, vienen adocenando al cine desde sus comienzos, inherentes a toda cultura de masas, pues la industria se constituirá pronto como piedra de toque de la renuncia al compromiso estético, al cine por el cine, sustituido por el cine para el público, en el que unos parámetros de éxito condicionan el producto. Escribe Roland Barthes en sus Mythologies que la ideología transforma la historia en naturaleza, dando a signos arbitrarios un conjunto de connotaciones aparentemente obvio e inalterable, da a los discursos y las prácticas una justificación natural y eterna, una claridad que no es la de una explicación sino la de un enunciado de hecho. De ahí que la transparencia de estos procesos por los que se encierra a la sintaxis cinematográfica en ciertos patrones ortodoxos, académicos (entendida la academia como brazo de la industria), justifica la escasa capacidad de autorreflexión del responsable trabajador del medio, antiguo alumno ejemplar de las escuelas de cinematografía curtido en manuales supuestamente descriptivos pero en el fondo limitadores de su futura práctica, pues desplazan la denotación por la connotación (de lo arbitrario a lo natural, volviendo a Barthes). No olvidemos, pese a estos esfuerzos, que la regla es la muerte del arte; pero en el cine se sacrifica todo para, se dice, “llegar al público”. En realidad, es el mismo mecanismo que desplaza la tarea de adivinar el gusto a crearlo (y se fuerza a una adecuación entre la demanda del público y la rentabilidad económica del objeto que supuestamente responde a esa demanda), y la masa se somete admirablemente a la vulgaridad de la fórmula. El conformismo anida en el director, el guionista y el resto del equipo, también de los actores que no ponen en duda su interpretación naturalista reforzada por lo psicológico. La verosimilitud va por delante, vehículo de unas ideas, aquello que, vuelven a decir, el film quiere “expresar”. ¿Pero un film qué expresa, lo que dicen los actores, lo que insinúa el guión a través de una situaciones que alimentan la tesis final? Así lo ve el funcionario del cine, el director profesional sin talento, obediente al canon. De fondo, el cáncer que ha devorado cualquier consideración ontológica sobre la imagen cinematográfica, aquella idea consistente en creer que el cine ilustra el guión, o con mayor generalidad, que ilustra una narración. El cine que establece equivalencias con la literatura a nivel narrativo, y equivalencias con lo pictórico cuando el director, creyéndose ambicioso, se preocupa por la apariencia del plano, por su composición, y a eso se atreve a llamarlo estética, cuando no es más que una ingenua tiranía de lo visual, “la imagen por la imagen, la anécdota inmediata”, como escribió Astruc en su fundacional manifiesto por una cámara estilográfica. No insistiré en que la preocupación del autor de films ha de ser la puesta en escena, y en ese sentido una analogía con la escritura parece pertinente, aunque el cine diste de ser un lenguaje. No se trata de renunciar a contar, se trata de denunciar a quien sólo se preocupa eso, y olvida que tiene la responsabilidad de registrar algo, y que ese algo – bajo el filtro de la imagen - será su película, al margen de la anécdota y lo pintoresco. Pero no pretendo teorizar sobre el famoso interrogante baziniano, ¿qué es el cine?
Hablaba de la mansedumbre del director frente a los axiomas del stablishment crítico y académico, pero tampoco quiero centrarme en el funcionario vocacional, aquel cuyos films “se sumergen enteramente en la ideología, la expresan, la vehiculan sin distancia ni perversiones; le son ciegamente fieles y están especialmente ciegos acerca de esa misma fidelidad” (1). Los esclavos o mercenarios del estudio o del productor de turno, por otra parte la categoría más abundante de profesionales del medio, no merecen ni una línea. Sus mercancías quedan mejor en cualquiera de esos perversos rankings sobre número de espectadores o cifras de recaudación.
Sobre lo que quiero hablar, y de ahí el título, es del director con preocupaciones sociales, deseoso por aportar el progresismo a su trabajo, para así denunciar el statu quo y ser punta de lanza de un movimiento ideológico o incluso de cierta transformación social. Lejos de mi intención criticar la incorporación de un discurso izquierdista al discurso fílmico, en cuyo seno puede suceder casi cualquier cosa, lo que me irrita es la confusión entre discurso fílmico y el discurso que el director pretende imponer a sus imágenes (mera ilustración de éste), forzándolas a significar y atrofiando, cuando no olvidando completamente, las posibilidades de la puesta en escena. Y todo porque se pretende que el compromiso ético y político a nivel de guión, es decir, a nivel de ideas previas al hecho cinematográfico, es más poderoso que la misma puesta en escena (incluso se confunde con ésta), y justifica la calidad de una película. ¿Por qué hablar de este supuesto izquierdismo de tesis como una enfermedad del cine, por qué molestarse en ello? Fundamentalmente, porque no es un tema marginal, al contrario, su filisteísmo reina en los principales canales de opinión, léase la crítica profesional de periódicos o revistas de cine, y también en lo institucional, donde se premian anualmente este tipo de propuestas. Así, se impone entre el espectador medio la creencia de que la calidad de un film está directamente ligada a la profundidad de su tema, a su capacidad para despertar conciencias o liberar emociones. Arriesgados, independientes, así se nos vende este tipo de películas, y el director habla sobre su voluntad de “denunciar” o “dignificar” ciertos aspectos o colectivos de la vida social. Mera ilusión de un cine prefabricado, cerrado al mundo, pues “la realidad no contiene su propio conocimiento, su teorización, su verdad, como el fruto el hueso, sino que estos deben ser producidos” (2). ¿Qué podemos decir de un cine que no se preocupa por los mecanismos de producción de la ideología que predican groseramente, y asume dócilmente, dogmáticamente, estúpidamente, las reglas y los modos de la ideología imperante, aquella que pretenden agredir? He aquí el pequeñoburgués de la cita que encabeza el artículo, pobre producto inconsciente de un sistema interesado en mantener la figura del director disidente domesticado - y en el fondo, indistinguible del artesano sumiso – que abra nuevas cuotas de mercado: productos “antisistema” para público “antisistema”, esos progres del multisala independiente que limpian sus conciencias consumiéndolos. Y como interesa mantener esa cuota de mercado, nada despreciable, e integrarlo dentro de la ideológica dominante (la democracia capitalista que se vende como tolerante con la pluralidad ideológica) para reducir la alteridad a lo mismo, se inviste al director y sus productos de un aura de respetabilidad, y se le premia.
La enfermedad izquierdista del cine es que al izquierdista no le interesa el cine, le interesan los valores de la izquierda.
Recordemos las críticas furibundas de la corriente dominante del cine francés en los 50, ante el surgimiento de la Nouvelle Vague: ni una palabra sobre cine, se criticaba su falta de compromiso político, su complacencia con la vida burguesa, su ideología de derechas. Sin embargo, los izquierdistas seguían ciegamente la lógica del sistema de representación oficial, sin ambición ni afán de ruptura que acompañase su supuesta rebeldía política. Desde Positif se habla de que Los 400 golpes es un “ataque contra la escuela laica. (…) Es también un ataque contra los hogares sin alma y las familias sin Dios”. Ni una palabra sobre cine, solamente una crítica a su tradicionalismo o defensa de lo religioso.
En contraposición, Cahiers du cinéma, acusada de publicación derechista, analiza las películas desde el cine: “Sólo los iniciados sabían que el término puesta en escena designa más bien el conjunto de decisiones tomadas por el realizador: la posición de la cámara, el ángulo elegido, la duración de un plano, el gesto de un actor, y aquellos sabían que puesta en escena era a la vez la historia que se cuenta y la manera de contarla”. (3)
Al izquierdista no le interesa el cine, le interesa su ombligo burgués, su falsa conciencia, como el patético Sartre, siempre con lo mismo.
De ahí que los cineastas más puros, los que mejor han entendido el cinematógrafo, hayan sido religiosos y místicos como Dreyer, Bresson o Tarkovsky, porque para ellos, la realidad espacio-temporal es un misterio y el cinematógrafo, una forma de registrarlo.
Además, se olvida que el compromiso ético de un film, si se quiere, desde posiciones contrahegemónicas, consiste en que sus imágenes resistan al maremoto de discursos que emanan del poder, y no en ilustrar con imágenes una denuncia, para eso, se denuncia por escrito y los costes son mínimos. O en reformulación godardiana, con su lucidez característica, uno ha de hacer películas políticamente, y no políticas. Si extrapolamos, todo consiste en pensar desde el cine, y no en el cine, sobretodo si uno no sabe muy bien qué hacer con él; otra vez volviendo a Godard, “ninguna imagen justa, justo una imagen”.
No por poner – nunca mejor dicho para alguien tan poco interesado en el lenguaje cinematográfico - a prostitutas monologando sobre sus miserias se elabora un film ético y comprometido, no digamos ya radical, puesto que Fernando León de Aranoa (por llevar camisetas de algodón y tejanos en una gala no es radical, lo siento, en todo caso maleducado) no se ha dado cuenta que lo ético en la película es dilatar o no una secuencia, filmar un primer plano o acercarse con un travelling al personaje. Él sigue el manual del guionista y adopta una puesta en escena televisiva, además de un tono costumbrista, que entran en profunda contradicción con las supuestas ideas políticas que defiende. Cassavetes, sin embargo, ama a sus personajes porque su puesta en escena y decoupage comparte su histeria, filma las corrientes de amor y odio entre sus personajes también desde el amor y la neurosis, con una cámara que no se despega de ellos ni un centímetro. Ni rastro de demiurgia o paternalismo, la vida y su registro se vuelven indistinguibles. Ese es auténtico compromiso, cuando la ética y la estética son una misma cosa.
(1), (2) Jean-Louis Comolli, Jean Narboni. Cine/Ideología/Crítica. Cahiers du cinéma, nº 216. Octubre, 1969.
(3) FranÇois Truffaut. Sacha Guitry, cinéaste. Prólogo a Sacha Guitry. Le cinéma et moi. 1977