Saturday, October 11, 2008

Mis 50 imprescindibles...


Otra lista, en una mañana de aburrimiento...


1.Jean Luc Godard 2.Robert Bresson 3.Jean Renoir 4.Alfred Hitchcock 5.Roberto Rossellini 6.Howard Hawks 7.Kenji Mizoguchi 8.John Ford 9.Eric Rohmer 10.Jean Marie Straub & Danièlle Huillet


11.Manoel de Oliveira 12.Yasujiro Ozu 13.F.W. Murnau 14.Carl Th. Dreyer 15.Jacques Rivette 16.Abbas Kiarostami 17.Charles Chaplin 18.Orson Welles 19.Philippe Garrel 20.Fritz Lang


21.Ernst Lubitsch 22.Ingmar Bergman 23.David W. Griffith 24.Michelangelo Antonioni 25.Hou Hsiao Hsien 26.John Cassavetes 27.Otto Preminger 28.Leo McCarey 29.Rainer W. Fassbinder 30.Martin Scorsese

31.Maurice Pialat 32.Sergei Eisenstein 33.Gus Van Sant 34.Jean Rouch 35.Nicholas Ray 36.Pedro Costa 37.Andrei Tarkovski 38.Luis Buñuel 39.Max Ophüls 40.Jacques Torneur


41.Clint Eastwood 42.Jacques Tati 43.Vincente Minnelli 44.Hong Sang-soo 45.Alain Resnais 46.Buster Keaton 47.Jean Eustache 48.Josef von Sternberg 49.Pier Paolo Pasolini 50.Andy Warhol

Wednesday, June 18, 2008

L'amour fou


Si hablaba de Vértigo o el tiempo como espiral, uno puede ver esta obra total de Jacques Rivette como una espiral temporal, aunque por motivos distintos. Aquí los círculos concentricos no remiten al pasado ni giran sobre un punto físico como espacio de la muerte. Tenemos un punto sobre el que se envuelve la espiral, un punto que es un estallido de violencia, pasión y locura. Y se materializa en un lugar concreto: el apartamento que comparte la pareja protagonista. Así, la película avanza en todo momento sobre la repetición de una serie de situaciones, escenas y signos que en cada nuevo movimiento adquieren una gravedad insana, mórbida. El recorrido físico y mental de los protagonistas se curva por el peso de una violencia latente, una tensión que finalmente explotará en su punto final de destrucción, pero también de liberación libidinosa. En ese momento final anarquizante y gozoso, se percibe el signo de los tiempos: Mayo del 68 está ahí y pocas veces se había filmado de forma tan poderosa e íntima. Y en toda su fisicidad a pesar de su ausencia: la materialidad del papel pintado, el ruido al rasgarlo, el destrozo de puertas, de ropa, los gritos de júbilo, los happenings improvisados y delirantes, el sexo desenfrenado. Sorprende que un hombre comedido como Rivette ruede películas tan impetuosas.


Una película extraña, sin perder algunas constantes de su cine: el extrañamiento de la realidad, la espera de un acontecimiento que fracture el relato, la representación teatral (filmada más exhaustivamente que nunca y alternando texturas: los 35 mm de "la realidad" con los 16 mm de una grabación para una supuesta serie llamada Teatro de nuestro tiempo dirigida por... André S. Labarthé en un guiño genial) como contrapunto a la trama. Una planificación langiana gloriosa, que sin embargo en su exactitud deja cabida a unos actores que improvisan permanentemente (y es tan verdadero como Shadows): Rivette - aprendiendo en esto de su maestro Renoir - es de los pocos privilegiados capaces de, como escribía Adrian Martin, conjugar el poder de las formas del cine riguroso con las derivas del cine libre.
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Una de mis secuencias favoritas, como transformar - gloriosamente - en expresión corporal la desesperación mental del amor loco:

Friday, June 13, 2008

Vértigo o el tiempo como espiral



“La paz, la calma, la felicidad interior,no se encontrarán más que allí donde no exista el donde y el cuando.” Richard Wagner


Los clásicos me dan miedo…

¿Cómo enfrentarse al reto de escribir sobre Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), la obra total de Alfred Hitchcock, 50 años después de su nacimiento? Las películas nacen para el espectador, resplandecientes y maduras, y por eso estoy convencido que el momento exacto para hablar de ellas es el presente, porque la historia las entierra en la mediocridad –a riesgo de incitarnos a un menosprecio eventualmente injusto– o les confiere un aura de respetabilidad obligándonos a una aproximación prudente y sumamente respetuosa, lo que conlleva una significativa pérdida de frescura, hecho preocupante para los que pensamos en la crítica como organismo vivo. Un ensayo donde el rigor no se convierta en rigor mortis.
A priori, también pienso que hablar de una película relativamente minoritaria facilita el objetivo de lograr una crítica dinámica, puesto que existe siempre el afán divulgativo que impide caer en la obviedad y el lugar común a una hipotética reivindicación o celebración de la obra. Resumiendo: no es lo mismo afirmar, ahora, que Barrera (Bariera, 1966) de Jerzy Skolimowski es una obra capital de los Nuevos Cines que proclamar en este texto que Vértigo habita el Olimpo del Hollywood clásico.

Y aún con todo, no dudo que habrá quien, con argumentos de peso, ponga en cuestión mi temor, animándome a ver y construir discursos sobre los films como si fuese la primera vez (“hacía los films mismos” en formulación husserliana). Pero olvidan que Hitchcock ya ha existido, que ha producido una obra sobre la que se han escrito decenas de libros y miles de páginas. Olvidan que varias de sus películas se han convertido en mitos de la cultura contemporánea. Olvidan que hoy Hitchcock es probablemente el director más popular de la historia y posiblemente el más reconocido, un Michelangelo del cinematógrafo. Celebrar a Hitchcock y cantar las virtudes de su puesta en escena dando la espalda a una Historia que comenzó con la tendencia hitchcock-hawksiana de los cahieristas franceses en los años 50 y la toma de poder de la política de los autores, puede resultar al lector actual cuanto menos ridículamente naïf. No exclamaré, por tanto, “¡qué sugerente y creativo el efecto zoom in, dolly out cuando Jimmy Stewart se asoma por la escalera!”. Tampoco mencionaré la belleza gélida de las rubias hitchcockianas ni escribiré la palabra McGuffin.

Sigue en Shangri-la:

Thursday, May 29, 2008

Moses und Aron


Debuto colgando videos:







Porque dos secuencias valen más que dos mil palabras.


Alucinante.

Friday, May 23, 2008

Violent Virgin



Eros y Thanatos puestos en escena.

“Con Wakamatsu ocurre exactamente lo contrario: cada escena, cada plano, están signados por la incomodidad. Su empresa cinematográfica, un poco como la de Oshima, nació signada por una consiga que parece haber sido demostrar que Japón era exactamente lo contrario de lo que se cree en los films de Ozu. Ninguna tradición, ningún apego familiar, ningún sentimiento nacional que valga, ningún espacio para el arte o la tranquilidad: we are not in Ozuland any more. El mundo de estas películas es sexo, violencia, política y más sexo.
(…)
Secrets beyond the wall transcurre en un complejo de pequeños departamentos, donde la clase media japonesa se hacina en sus cuchitriles y sufre las consecuencias de la guerra, la desilusión de la militancia de izquierda y el peso agobiante de un futuro dedicado a sufrir y obedecer, al mismo tiempo que padece de un deseo loco de escapar de esa realidad, algo que no ocurrirá nunca salvo por la locura o el suicidio.

Si Secrets beyond the wall es la versión costumbrista de esta pesadilla, Violent Virgin es su contracara fantástica y alucinada. Una pareja intenta huir de su entorno mafioso pero es cazada por una banda de matones y prostitutas que martiriza a los frustrados amantes que ni siquiera gozaban al besarse. Ella será crucificada y él escapará gracias a que es un ser extraterrestre que tiene cola, mientras los capos mafiosos se dedican a la cacería humana con todo el grupo. La película sería un disparate si no fuera tan angustiante, tan opresiva. Con la apariencia de un spaghetti western, con rasgos del cine de explotación erótica, es un verdadero descenso a los infiernos y en sus 66 minutos tiene una cantidad enorme de vueltas y giros inesperados, pero nunca un momento de alivio. Los planos de Wakamatsu, cinemascope blanco y negro que de pronto vira al color durante un par de minutos, parecen ser anchos con la sola intención de poder incluir en ellos más desgracias, más humillaciones, más brutalidad.

Un rasgo resulta notable en las películas. Las escenas de sexo, tanto en Sex Jack como en Violent Virgin, transcurren en presencia de testigos. La célula comunista en la primera, la banda de lúmpenes de la segunda presencia o instiga los encuentros carnales, como si Wakamatsu quisiera recordarnos que una escena íntima en el cine es de todos modos un cuento chino porque siempre hay alguien que la está filmando.” (Quintín, crónica del BAFICI para La lectora provisoria)


Dos coches recorren una polvorienta carretera, filmados en scope. Dentro del primero, un hombre con los ojos tapados suplica orinar. Bajan del coche. El sonido del viento parece ser la única presencia que recorre el páramo donde han parado. El coche de atrás está lleno de jovencitas. Risas, zoom: se burlan y humillan verbalmente al chico de los ojos tapados, que orina sujeto por varios hombres. Una de ellas saca un tirachinas y del pedrazo el chico se retuerce de dolor, meando a uno de sus secuestradores.

Esta mezcla de humillación, violencia e irreverencia marcará toda la película, un crescendo de torturas y perversiones sexuales que parece rodado en scope, como dice Quintín, para poder incluir todavía más escenas brutales dentro de la pantalla.

Pronto, en un cambio de plano, veremos al chico secuestrado junto a otra chica en su mismo estado; atados, apenas pueden moverse. Y sin embargo, el chico fuerza al límite sus movimientos para poder meter la mano entre las piernas de la chica. Ella no quiere, pero el placer sustituye negativas por gemidos. Cambio a plano general: ellos no ven, pero nosotros, espectadores, presenciamos como están rodeados de otras espectadoras, las chicas de antes, que se ríen de ellos y les desnudan.

Nada parece tener sentido en este festival del exceso. Sí, excesiva pero con su punto ascético: un no-lugar, vacío y silencioso, cuya existencia parece justificada para albergar el horror, como si más allá de eso, los cuerpos se encontrasen en la nada.

Sin ropa, sin visión, si libertad de movimientos, él se retuerce y busca con la boca un pecho desnudo de ella, como si lo adivinase. Y en efecto, al contacto, parece acertar quién es ella. Se conocen. Se besan a tientas. Ella le dice que lo hace mal. Repiten, lo desean. Un hombre y una mujer con los ojos tapados, atados y arrojados en mitad de la nada se mueren por copular.

En efecto, el sexo se impone brutalmente en cada una de las secuencias, como si fuese el único motor que alimenta a los personajes, que dejan de serlo reducidos a máquinas deseantes, por utilizar la feliz expresión del Anti-Edipo.

Especulan sobre en el que se encuentran. Él piensa que están en un lago, por la brisa. Ella dice que en un sótano, por el frío.

Y a mi, me empieza a recordar a una obra de Samuel Beckett. Y uno comprende, que como aquellas, el film de Wakamatsu esconde una verdad desgarradora. Y un posicionamiento político radical. Poner todo patas a arriba, destruir todas las certezas. Liberar la libido. Un elogio a la explosión revolucionaria, un elogio desde el nihilismo más oscuro, supongo que más japonés que el festival colorista de un Glauber Rocha. En el fondo, son parecidos, Rocha y él. Y Makavejev. Francontiradores, provocadores y exclaman un ¡viva la revolución! Pero con imágenes y sonidos, con todo el poder que éstos les otorgan. Esto sí es cine político. El texto que le dedica Diego Brodersen para La lectora provisoria se titula Un anarquista tras la cámara:

“Si bien su obra siempre fue promocionada como exponente del pinku –el cine erótico japonés de explotación, menos legitimado que su primo lejano, el roman poruno, generalmente ligado a adaptaciones literarias-, sus películas se resisten a ser catalogadas superficialmente. Demasiado intelectual para las hordas de espectadores en busca de crudas escenas de sexo y violencia, demasiado violento y sexual para el público de cine-arte, sus películas son bombas de tiempo disfrazadas de objetos de consumo rápido.
(…)
A comienzos de 1970 Wakamatsu viajaría a Palestina acompañado de Masao Adachi, miembro del Ejército Rojo japonés, amigo personal y colaborador artístico del realizador. Este viaje iniciático para nada turístico, durante el cual el director conoció la realidad de la lucha de los palestinos, sería la génesis del film semi-documental The Red Army: Declaration of World War (1971), además de quedar “fichado” por presuntos contactos con terroristas, al punto de tener vedado el ingreso a los Estados Unidos desde ese entonces. Adachi es uno de los protagonistas de Ecstasy of the Angels (1972), film que celebra la anarquía y el desacato individual en contra de las rígidas estructuras de las guerrillas urbanas ligadas a la izquierda. Su último largometraje, un relato épico de tres horas de duración que lleva como título The Red Army (2007), es una reflexión desencantada sobre el grupo guerrillero y sus purgas internas que culmina con la reconstrucción de un hecho verídico que conmocionó a la sociedad japonesa: los diez días de secuestro de una mujer en el interior de una montaña.

En una entrevista reciente, Wakamatsu instó a todos los jóvenes del mundo a arrojar piedras como modo de protesta por todo lo que consideraran erróneo en sus respectivas sociedades. De jóvenes, insistía, ya que de mayores, con trabajos y familias que mantener, no sería tan posible ni razonable. Con 72 años recién cumplidos el cineasta no parece seguir sus propios consejos.”

Friday, May 16, 2008

Adieu Philippine


Adieu Philippine
1962
Director: Jacques Rozier
Script: Michèle O'Glor, Jacques Rozier
Photo: René Mathelin
Music: Jacques Denjean, Paul Mattei, Maxime Saury
Cast: Jean-Claude Aimini (Michel), Daniel Descamps (Daniel), Stefania Sabatini (Juliette), Yveline Céry (Liliane), Vittorio Caprioli (Pachala), David Tonelli (Horatio), Annie Markhan (Juliette), André Tarroux (Régnier de l'Isle), Christian Longuet (Christian), Michel Soyet (André), Arlette Gilbert (La mère), Maurice Garrel (Le père), Jeanne Pérez (La voisine), Charles Lavialle (Le voisin)
Country: France
Language: French
Runtime: 106 min; B&W
Summary: Michel is a young man who works as a trainee operator in television, a temporary job before his military service. He meets and becomes friendly with two young women, Liliane and Juliette, aspiring actresses who lack the talent to land roles in anything greater than mediocre TV ads. The three friends share a holiday in Corsica, which will be Michel’s last break before being drafted into the French army, most probably to fight in the war in Algeria.


"El deslumbramiento con Adieu philippine, de Jacques Rozier, fue inmediato y estalló a la media hora de metraje, cuando vi la articulación de algunos travellings laterales que siguen a sus dos protagonistas femeninas, Juliette y Liliane, por las calles de París, mientras desde la banda sonora se oye un tango afrancesado. La inesperada, celebrada llegada, este año, de una copia a mis manos, no hizo más que confirmar mi apreciación de hace más de treinta años. Por una vez, y no son muchas las que ocurre, un filme, o un libro, o una canción, o una pintura, me sigue despertando las mismas sensaciones que la primera vez que lo vi, o lo leí o lo oí. Si en el número de Cahiers du Cinéma dedicado a hacer un balance de la nouvelle vague, eligieron colocar en la tapa una imagen de Adieu..., me parece que puedo entrever alguna de las razones de sus redactores: hay en ella algo que se me impone como irrepetible, que no aparece en otros filmes del mismo año, y esto no es un juicio de valor, como Vivre sa vie o Landru, que asoma, sin constituir su núcleo, en Cléo de 5 a 7 y en Bande à part, levemente posterior: una cierta manera de filmar, de montar y de sonorizar que permiten que el aire del tiempo de su rodaje sea para nosotros, al mismo tiempo, irrecuperable parte del pasado que, misteriosamente, se instala rabiosamente en nuestro presente. Esos travellings de acompañamiento no podrían rodarse hoy: París no es la misma -no pertenece a los cineastas salvo a los ya viejos Rohmer y Rivette en Les rendez vous de Paris y Haut, bas, fragile, respectivamente- no son iguales sus transeúntes y, por supuesto que Cahiers..., para la que Rozier también escribió, tampoco. Pero sin embargo, y me obstino en esto, cuando se las ve a Juliette y Liliane avanzar por la calle, se siente que el cinematógrafo realiza una de sus proezas: que ciertas imágenes capturadas en un pasado ya no puedan abandonar el presente de quien se asoma a ellas. Como ocurre en otro filme de los por entonces llamados 'nuevos cines', como es Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., de Dusan Makavejev (¿quién puede remitir al pasado el tendido de ropa o el amasado, acompañados por un himno a mayor gloria del "padrecito" Stalin?). Como también sucede, hoy que el cine es otro, en toda la primera parte, antes que el relato deliberadamente comience a desarticularse, de un relativamente reciente filme argentino: Silvia Prieto, de Martín Rejtman o en Hatuna Meuheret, de Dover Kosashvili. Filme en el que la lucha de Argelia por su liberación -como ocurre en Le petit soldat, Les parapluies de Cherbourg, Muriel ou le temps d'un retour o, a partir de la aparición del soldado, en el último tramo de Cléo de 5 a 7- es una amenaza que pende sobre sus personajes, me parece que es, entre todos sus contemporáneos y que me perdone Godard que seguramente jamás leerá estas líneas, el que mejor aprendió la lección, imborrable, de Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini. No tengo datos sobre el rodaje pero apostaría que cada secuencia se armó sobre la marcha a partir de algunas, pocas, líneas escritas. Vaya, por último, mi recuerdo emocionado por Jean-Claude Aimini -con un rostro y un cuerpo que evocan a James Dean-, Stefania Sabatini e Yveline Céry, sus tres protagonistas, no profesionales me parece, que jamás volvieron a filmar, quedando así fijados de una única manera, lo que facilita su recuerdo. Rozier, por su parte, tras el estruendoso fracaso de taquilla que le reportó Adieu Philippine se convirtió en un cineasta-enigma, al menos si se lo mira desde este lugar del mundo. Tiene en su haber otros tres largometrajes que, con seguridad, concluyó: Du côte d'Oruet (1973), Les Naufragues de l'ile de la Tortue (1974) y Maine-Océan (1986), producido por el infatigable Paulo Branco. Y otros dos -Comment devenir cinéaste sans se prendre la tête (1995) y Fifi Martingale (2001)- que, a lo mejor, ni siquiera terminó. Ninguno fue más allá de las fronteras de su país de origen. De la misma manera que en el cine no parlante italiano Francesca Bertini, en los finales desdichados de los filmes que interpretaba, casi siempre se perdía en la oscuridad, Rozier, que de vivir tiene setenta y siete años, fue ocultado a nuestra vista por los bancos de niebla química del capitalismo tardío."(Emilio Toibero: http://www.tijeretazos.net/Desastre/Vague/Vague001.htm)


Adieu Philippine ha sido, durante años, mi película fetiche, aquella joya desconocida e inaccesible enmarcada en la corriente estética y crítica que ha marcado mi manera de ver y sobretodo sentir el cine, incluso la vida. Hasta que apareció un TV-rip, eso sí, sin subtítulo de ninguna clase. Los esperé, pero no llegaron. Al final me lancé al vacío y me la puse en francés a pelo.
Pues eso, creo que es el paradigma del espíritu Nouvelle Vague y no me extraña que así constara el aquel especial Cahiers del 62: tiene esa fluidez, despreocupación, felicidad y espontaneidad de las primeras películas del nuevo cine francés, el lirismo – pese a la realidad poliédrica que se esfuerza en desmentirlo con sus amenazas externas – optimista y alocado de un Renoir, el atrevimiento formal de un Vigo y la inmediatez documental de un Rouch, osea, como Les carabiniers o Paris nous appartient, expresa el sentir de un grupo en una época: la juventud francesa de los sesenta. Adieu Philippine es una película sobre la juventud y su belleza, sobre la diversión y el arte – yo diría que tan mediterráneo - del buen vivir (el elogio a la ociosidad, robándole las palabras al simpático y entrañable Bertrand Russell), pero como contrapartida (porque no hablamos de un cine autista, ajeno a la realidad) testimonia la fugacidad del tiempo. Así que, para el espectador sensible, revivir (esto es el Dazed and confused de los sesenta, pero rodado en presente) con tal intensidad el espíritu del París de los 60 conlleva, como ocurre con la conmovedora nostalgia que tiñe el texto de Toibero, asumir la resaca del paso de los años, enfrentarse de nuevo a los golpes y las decepciones de un proyecto liberador que, como todos, fracasó pero fue bonito mientras duró. Aunque esa es otra historia, y en parte, la contó Chris Marker en Le fond de l´air est rouge.

Cannes 08


Comienza Cannes. Festival de Festivales. Festival mediático. Por hacerme ligeramente eco de la repercusión, y como obviamente no puedo hablar de las películas que se programarán (lástima que uno no tenga la posibilidad de andar por allá...) , copiaré la idea de Miradas de Cine y pondré mis cinco palmas de oro favoritas:


1. Taxi Driver (1976, Martin Scorsese)

2. Elephant (2003, Gus Van Sant)

3. Los paraguas de Cherburgo (1964, Jacques Demy)

4. Blow up (1966, Michelangelo Antonioni)

5. El árbol de los zuecos (1978, Ermanno Olmi)



Nota: No me ha quedado muy claro porque ahí están Viridiana, La dolce vita, El sabor de las cerezas, Bajo el sol de satán, Apocalypse now...

Monday, April 28, 2008

La enfermedad infantil del izquierdismo en el Cine



El pequeñoburgués "enfurecido" por los horrores del capitalismo es un fenómeno social propio, como el anarquismo, de todos los países capitalistas. La inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad, su facilidad de cambiarse rápidamente en sumisión, en apatía, en imaginaciones fantásticas, hasta en un entusiasmo "furioso", por tal o cual tendencia burguesa "de moda", son universalmente conocidas. (V.I. Lenin, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo)


Actitudes sumisas y acomodaticias, carentes de toda ambición, vienen adocenando al cine desde sus comienzos, inherentes a toda cultura de masas, pues la industria se constituirá pronto como piedra de toque de la renuncia al compromiso estético, al cine por el cine, sustituido por el cine para el público, en el que unos parámetros de éxito condicionan el producto. Escribe Roland Barthes en sus Mythologies que la ideología transforma la historia en naturaleza, dando a signos arbitrarios un conjunto de connotaciones aparentemente obvio e inalterable, da a los discursos y las prácticas una justificación natural y eterna, una claridad que no es la de una explicación sino la de un enunciado de hecho. De ahí que la transparencia de estos procesos por los que se encierra a la sintaxis cinematográfica en ciertos patrones ortodoxos, académicos (entendida la academia como brazo de la industria), justifica la escasa capacidad de autorreflexión del responsable trabajador del medio, antiguo alumno ejemplar de las escuelas de cinematografía curtido en manuales supuestamente descriptivos pero en el fondo limitadores de su futura práctica, pues desplazan la denotación por la connotación (de lo arbitrario a lo natural, volviendo a Barthes). No olvidemos, pese a estos esfuerzos, que la regla es la muerte del arte; pero en el cine se sacrifica todo para, se dice, “llegar al público”. En realidad, es el mismo mecanismo que desplaza la tarea de adivinar el gusto a crearlo (y se fuerza a una adecuación entre la demanda del público y la rentabilidad económica del objeto que supuestamente responde a esa demanda), y la masa se somete admirablemente a la vulgaridad de la fórmula. El conformismo anida en el director, el guionista y el resto del equipo, también de los actores que no ponen en duda su interpretación naturalista reforzada por lo psicológico. La verosimilitud va por delante, vehículo de unas ideas, aquello que, vuelven a decir, el film quiere “expresar”. ¿Pero un film qué expresa, lo que dicen los actores, lo que insinúa el guión a través de una situaciones que alimentan la tesis final? Así lo ve el funcionario del cine, el director profesional sin talento, obediente al canon. De fondo, el cáncer que ha devorado cualquier consideración ontológica sobre la imagen cinematográfica, aquella idea consistente en creer que el cine ilustra el guión, o con mayor generalidad, que ilustra una narración. El cine que establece equivalencias con la literatura a nivel narrativo, y equivalencias con lo pictórico cuando el director, creyéndose ambicioso, se preocupa por la apariencia del plano, por su composición, y a eso se atreve a llamarlo estética, cuando no es más que una ingenua tiranía de lo visual, “la imagen por la imagen, la anécdota inmediata”, como escribió Astruc en su fundacional manifiesto por una cámara estilográfica. No insistiré en que la preocupación del autor de films ha de ser la puesta en escena, y en ese sentido una analogía con la escritura parece pertinente, aunque el cine diste de ser un lenguaje. No se trata de renunciar a contar, se trata de denunciar a quien sólo se preocupa eso, y olvida que tiene la responsabilidad de registrar algo, y que ese algo – bajo el filtro de la imagen - será su película, al margen de la anécdota y lo pintoresco. Pero no pretendo teorizar sobre el famoso interrogante baziniano, ¿qué es el cine?

Hablaba de la mansedumbre del director frente a los axiomas del stablishment crítico y académico, pero tampoco quiero centrarme en el funcionario vocacional, aquel cuyos films “se sumergen enteramente en la ideología, la expresan, la vehiculan sin distancia ni perversiones; le son ciegamente fieles y están especialmente ciegos acerca de esa misma fidelidad” (1). Los esclavos o mercenarios del estudio o del productor de turno, por otra parte la categoría más abundante de profesionales del medio, no merecen ni una línea. Sus mercancías quedan mejor en cualquiera de esos perversos rankings sobre número de espectadores o cifras de recaudación.

Sobre lo que quiero hablar, y de ahí el título, es del director con preocupaciones sociales, deseoso por aportar el progresismo a su trabajo, para así denunciar el statu quo y ser punta de lanza de un movimiento ideológico o incluso de cierta transformación social. Lejos de mi intención criticar la incorporación de un discurso izquierdista al discurso fílmico, en cuyo seno puede suceder casi cualquier cosa, lo que me irrita es la confusión entre discurso fílmico y el discurso que el director pretende imponer a sus imágenes (mera ilustración de éste), forzándolas a significar y atrofiando, cuando no olvidando completamente, las posibilidades de la puesta en escena. Y todo porque se pretende que el compromiso ético y político a nivel de guión, es decir, a nivel de ideas previas al hecho cinematográfico, es más poderoso que la misma puesta en escena (incluso se confunde con ésta), y justifica la calidad de una película. ¿Por qué hablar de este supuesto izquierdismo de tesis como una enfermedad del cine, por qué molestarse en ello? Fundamentalmente, porque no es un tema marginal, al contrario, su filisteísmo reina en los principales canales de opinión, léase la crítica profesional de periódicos o revistas de cine, y también en lo institucional, donde se premian anualmente este tipo de propuestas. Así, se impone entre el espectador medio la creencia de que la calidad de un film está directamente ligada a la profundidad de su tema, a su capacidad para despertar conciencias o liberar emociones. Arriesgados, independientes, así se nos vende este tipo de películas, y el director habla sobre su voluntad de “denunciar” o “dignificar” ciertos aspectos o colectivos de la vida social. Mera ilusión de un cine prefabricado, cerrado al mundo, pues “la realidad no contiene su propio conocimiento, su teorización, su verdad, como el fruto el hueso, sino que estos deben ser producidos” (2). ¿Qué podemos decir de un cine que no se preocupa por los mecanismos de producción de la ideología que predican groseramente, y asume dócilmente, dogmáticamente, estúpidamente, las reglas y los modos de la ideología imperante, aquella que pretenden agredir? He aquí el pequeñoburgués de la cita que encabeza el artículo, pobre producto inconsciente de un sistema interesado en mantener la figura del director disidente domesticado - y en el fondo, indistinguible del artesano sumiso – que abra nuevas cuotas de mercado: productos “antisistema” para público “antisistema”, esos progres del multisala independiente que limpian sus conciencias consumiéndolos. Y como interesa mantener esa cuota de mercado, nada despreciable, e integrarlo dentro de la ideológica dominante (la democracia capitalista que se vende como tolerante con la pluralidad ideológica) para reducir la alteridad a lo mismo, se inviste al director y sus productos de un aura de respetabilidad, y se le premia.

La enfermedad izquierdista del cine es que al izquierdista no le interesa el cine, le interesan los valores de la izquierda.

Recordemos las críticas furibundas de la corriente dominante del cine francés en los 50, ante el surgimiento de la Nouvelle Vague: ni una palabra sobre cine, se criticaba su falta de compromiso político, su complacencia con la vida burguesa, su ideología de derechas. Sin embargo, los izquierdistas seguían ciegamente la lógica del sistema de representación oficial, sin ambición ni afán de ruptura que acompañase su supuesta rebeldía política. Desde Positif se habla de que Los 400 golpes es un “ataque contra la escuela laica. (…) Es también un ataque contra los hogares sin alma y las familias sin Dios”. Ni una palabra sobre cine, solamente una crítica a su tradicionalismo o defensa de lo religioso.

En contraposición, Cahiers du cinéma, acusada de publicación derechista, analiza las películas desde el cine: “Sólo los iniciados sabían que el término puesta en escena designa más bien el conjunto de decisiones tomadas por el realizador: la posición de la cámara, el ángulo elegido, la duración de un plano, el gesto de un actor, y aquellos sabían que puesta en escena era a la vez la historia que se cuenta y la manera de contarla”. (3)

Al izquierdista no le interesa el cine, le interesa su ombligo burgués, su falsa conciencia, como el patético Sartre, siempre con lo mismo.

De ahí que los cineastas más puros, los que mejor han entendido el cinematógrafo, hayan sido religiosos y místicos como Dreyer, Bresson o Tarkovsky, porque para ellos, la realidad espacio-temporal es un misterio y el cinematógrafo, una forma de registrarlo.

Además, se olvida que el compromiso ético de un film, si se quiere, desde posiciones contrahegemónicas, consiste en que sus imágenes resistan al maremoto de discursos que emanan del poder, y no en ilustrar con imágenes una denuncia, para eso, se denuncia por escrito y los costes son mínimos. O en reformulación godardiana, con su lucidez característica, uno ha de hacer películas políticamente, y no políticas. Si extrapolamos, todo consiste en pensar desde el cine, y no en el cine, sobretodo si uno no sabe muy bien qué hacer con él; otra vez volviendo a Godard, “ninguna imagen justa, justo una imagen”.

No por poner – nunca mejor dicho para alguien tan poco interesado en el lenguaje cinematográfico - a prostitutas monologando sobre sus miserias se elabora un film ético y comprometido, no digamos ya radical, puesto que Fernando León de Aranoa (por llevar camisetas de algodón y tejanos en una gala no es radical, lo siento, en todo caso maleducado) no se ha dado cuenta que lo ético en la película es dilatar o no una secuencia, filmar un primer plano o acercarse con un travelling al personaje. Él sigue el manual del guionista y adopta una puesta en escena televisiva, además de un tono costumbrista, que entran en profunda contradicción con las supuestas ideas políticas que defiende. Cassavetes, sin embargo, ama a sus personajes porque su puesta en escena y decoupage comparte su histeria, filma las corrientes de amor y odio entre sus personajes también desde el amor y la neurosis, con una cámara que no se despega de ellos ni un centímetro. Ni rastro de demiurgia o paternalismo, la vida y su registro se vuelven indistinguibles. Ese es auténtico compromiso, cuando la ética y la estética son una misma cosa.


(1), (2) Jean-Louis Comolli, Jean Narboni. Cine/Ideología/Crítica. Cahiers du cinéma, nº 216. Octubre, 1969.

(3) FranÇois Truffaut. Sacha Guitry, cinéaste. Prólogo a Sacha Guitry. Le cinéma et moi. 1977