Wednesday, June 18, 2008

L'amour fou


Si hablaba de Vértigo o el tiempo como espiral, uno puede ver esta obra total de Jacques Rivette como una espiral temporal, aunque por motivos distintos. Aquí los círculos concentricos no remiten al pasado ni giran sobre un punto físico como espacio de la muerte. Tenemos un punto sobre el que se envuelve la espiral, un punto que es un estallido de violencia, pasión y locura. Y se materializa en un lugar concreto: el apartamento que comparte la pareja protagonista. Así, la película avanza en todo momento sobre la repetición de una serie de situaciones, escenas y signos que en cada nuevo movimiento adquieren una gravedad insana, mórbida. El recorrido físico y mental de los protagonistas se curva por el peso de una violencia latente, una tensión que finalmente explotará en su punto final de destrucción, pero también de liberación libidinosa. En ese momento final anarquizante y gozoso, se percibe el signo de los tiempos: Mayo del 68 está ahí y pocas veces se había filmado de forma tan poderosa e íntima. Y en toda su fisicidad a pesar de su ausencia: la materialidad del papel pintado, el ruido al rasgarlo, el destrozo de puertas, de ropa, los gritos de júbilo, los happenings improvisados y delirantes, el sexo desenfrenado. Sorprende que un hombre comedido como Rivette ruede películas tan impetuosas.


Una película extraña, sin perder algunas constantes de su cine: el extrañamiento de la realidad, la espera de un acontecimiento que fracture el relato, la representación teatral (filmada más exhaustivamente que nunca y alternando texturas: los 35 mm de "la realidad" con los 16 mm de una grabación para una supuesta serie llamada Teatro de nuestro tiempo dirigida por... André S. Labarthé en un guiño genial) como contrapunto a la trama. Una planificación langiana gloriosa, que sin embargo en su exactitud deja cabida a unos actores que improvisan permanentemente (y es tan verdadero como Shadows): Rivette - aprendiendo en esto de su maestro Renoir - es de los pocos privilegiados capaces de, como escribía Adrian Martin, conjugar el poder de las formas del cine riguroso con las derivas del cine libre.
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Una de mis secuencias favoritas, como transformar - gloriosamente - en expresión corporal la desesperación mental del amor loco:

Friday, June 13, 2008

Vértigo o el tiempo como espiral



“La paz, la calma, la felicidad interior,no se encontrarán más que allí donde no exista el donde y el cuando.” Richard Wagner


Los clásicos me dan miedo…

¿Cómo enfrentarse al reto de escribir sobre Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), la obra total de Alfred Hitchcock, 50 años después de su nacimiento? Las películas nacen para el espectador, resplandecientes y maduras, y por eso estoy convencido que el momento exacto para hablar de ellas es el presente, porque la historia las entierra en la mediocridad –a riesgo de incitarnos a un menosprecio eventualmente injusto– o les confiere un aura de respetabilidad obligándonos a una aproximación prudente y sumamente respetuosa, lo que conlleva una significativa pérdida de frescura, hecho preocupante para los que pensamos en la crítica como organismo vivo. Un ensayo donde el rigor no se convierta en rigor mortis.
A priori, también pienso que hablar de una película relativamente minoritaria facilita el objetivo de lograr una crítica dinámica, puesto que existe siempre el afán divulgativo que impide caer en la obviedad y el lugar común a una hipotética reivindicación o celebración de la obra. Resumiendo: no es lo mismo afirmar, ahora, que Barrera (Bariera, 1966) de Jerzy Skolimowski es una obra capital de los Nuevos Cines que proclamar en este texto que Vértigo habita el Olimpo del Hollywood clásico.

Y aún con todo, no dudo que habrá quien, con argumentos de peso, ponga en cuestión mi temor, animándome a ver y construir discursos sobre los films como si fuese la primera vez (“hacía los films mismos” en formulación husserliana). Pero olvidan que Hitchcock ya ha existido, que ha producido una obra sobre la que se han escrito decenas de libros y miles de páginas. Olvidan que varias de sus películas se han convertido en mitos de la cultura contemporánea. Olvidan que hoy Hitchcock es probablemente el director más popular de la historia y posiblemente el más reconocido, un Michelangelo del cinematógrafo. Celebrar a Hitchcock y cantar las virtudes de su puesta en escena dando la espalda a una Historia que comenzó con la tendencia hitchcock-hawksiana de los cahieristas franceses en los años 50 y la toma de poder de la política de los autores, puede resultar al lector actual cuanto menos ridículamente naïf. No exclamaré, por tanto, “¡qué sugerente y creativo el efecto zoom in, dolly out cuando Jimmy Stewart se asoma por la escalera!”. Tampoco mencionaré la belleza gélida de las rubias hitchcockianas ni escribiré la palabra McGuffin.

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