Sunday, November 26, 2006
Es propio de la regla querer la muerte de la excepción
Elogio a lo marginal, a la diferencia y la singularidad.
Es propio de la regla querer la muerte de la excepción. Sí, la excepción choca porque sale de los esquemas, escapa a la comprensibilidad. Viola la regularidad del mundo clasificado; constituye un punto singular, como en la geometría algebraica o la topología diferencial. Un punto de jacobiano nulo, un punto sobre el que poco podemos decir. Y sin embargo, existe la Teoría de Singularidades, existen los trabajos de René Thom y las catástrofes elementales: tipo pliegue, cúspide, cola de golondrina o mariposa... también puntos umbílicos, ya sean de tipo elíptico, parabólico o hiperbólico. Definitivamente, la cultura, ya sea científica o humanística, se esfuerza por eliminar la excepción, por integrarla en el sistema. En Teoría de la Relatividad, gracias a Roger Penrose, quedaba implantada la llamada censura cósmica: en un Universo homogéneo con métrica R-W (lo que viene a ser el nuestro, según los modelos cosmológicos) no existen las singularidades desnudas. Están cubiertas.
Cubrimos la diferencia cuando no sabemos explicarla. Nadie sabe cómo actúa la gravedad cuántica, sus mecanismos se nos escapan, ocultos en la selva de las supercuerdas, n-categorías y cohomologías. Pero encontramos la salvación, el premio de consolación, en el teorema que establece que nunca veremos aquellos fenómenos singulares de curvaturas y densidades infinitas, de fluctuaciones y espuma cuántica.
La historia del mundo, que camina paralela a la historia de la cultura, se ha caracterizado por su reacción púdica ante la diferencia, cuando no violenta; la temeridad ante el derrumbe del edificio de valores y costumbres, de ritos y tradiciones, de cosas y palabras, conduce al ser humano a una respuesta agresiva. Sumisos frente a la seguridad y la fuerza, déspotas ante lo frágil y fugaz, aquí reside el principio de la cobardía universal. Principio fractal, repleto de agujeros y excepciones, principio que aparece y desaparece. Principio fantasma.
Y entonces, alguien proclama que el pensamiento fuerza identificaciones, iguala lo inconmensurable. Y afirma la no identidad de una realidad inmersa bajo el signo de la heterogeneidad. Los objetos dejan de ser idénticos a sí mismos, y la realidad material pasa a ser realidad cambiante, en perpetuo movimiento. Y el Arte se alza como paradigma y vanguardia de la diferencia, como punto de partida de una dialéctica negativa. Me gusta Warhol porque singulariza objetos extremadamente reificados: aquellos productos de consumo masivo, como las latas de tomate o el rostro de Marilyn. La manipulación artística les libera del corsé conceptual que les envuelve, pierden su naturaleza para convertirse en otra cosa, que ni es lo mismo ni es diferente, sino que va y vuelve: objeto, sujeto se funden en dualidad irreductible. La obra de Arte es un punto de retorno infinitamente oscilante, transformada por una mirada que nunca puede fijarla. Ya se había dado cuenta de esto, anteriormente, Duchamp: para él la mirada era lo importante, lo que caracterizaba este nuevo status artístico: una caracterización maleable y rota en mil pedazos; una caracterización que huye de la clasificación. Se trata más bien de un golpe contundente a la tradición artística acomodada en la visita agradable al museo, frente a un cuadro convertido en bien de consumo: por eso aquella Gioconda rediviva, libertada del marco, de la dictadura que ejercía contra su propio lienzo.
De alguna manera, nuestro sistema cultura despliega una problemática inconsciente que nos impide convivir con lo distinto, obligando a excluir tiránicamente la posibilidad de ciertas concepciones. El milagro aparece cuando, a pesar de todo, emerge lo distinto entre los estratos de la anquilosada generalidad. Porque tiene que ser así, porque aunque nos engañemos con la mitología de la permanencia, el cambio seguirá siendo el motor del universo. En la nocturnidad de un silencio cautivo, no se acallará jamás el estrépito de lo nunca dicho, de lo nunca visto. Desagüe de certezas, signo de los tiempos. Como decía Godard en “Eloge de l´amour”, entre los polos de la infancia y la vejez, identificables en todo momento, categorías del futuro y el pasado, se sitúa el presente amorfo, productor de una incansable necesidad de contar historias. Y la singularidad y la diferencia iluminan internamente, como luciérnagas en la noche, el abismo de los cuentos, de la imaginación y del mundo, que no es más que todo eso, y aún diría menos cuando nos encargamos de solidificarlo. Rimbaud escribió que “la verdadera vida está en otra parte” y que había que reinventar el amor. Quizá se refiriera a esto, y fuera más allá, pero me quedo con la obligación de redefinir el mundo, una y otra vez.
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