Wednesday, October 18, 2006

"Perceval le Gallois" (Eric Rohmer)


Anteponía Eric Rohmer un cine de prosa al cine de poesía en su célebre polémica con Pier Paolo Pasolini (1). Un cine, el suyo en particular, en el que la realidad es un medio y no un fin, un mecanismo para “suscitar lo invisible a partir de lo visible” según las palabras del propio cineasta. Por el contrario, Pasolini se vale de imágenes-proyección mental para mostrar lo oculto del mundo mixtificado, como dice Rohmer “intenta inútilmente visualizar lo invisible”. En Rohmer el realismo se convierte opción estilística desde el momento en que el mundo-en-sí siempre es más hermoso y complejo que una película. La mayor parte de su cine se centra en relaciones sociales y análisis hermenéutico de subjetividades y conductas, esencialmente a través del diálogo, que saca a relucir las paradojas y los juegos en los que se ven envueltos los personajes. Método análogo a la mayéutica socrática, y así me parece certera la denominación “cine de la mayéutica” para gran parte de sus obras. Estos intereses filosóficos ponen de manifiesto su capacidad para “moverse simultáneamente por las aguas del realismo y por los cauces de la reflexión metalingüística” (2). Me centraré en este último aspecto teleológico porque quiero hablar sobre la exploración de los límites de la representación en Perceval le Gallois, lo que llamo un giro del cine de prosa a un, como señala Oliveira, Cine de la Palabra. Y cuando hablo de giro, resultaría más correcto decir vuelta de tuerca o cambio de lente, especialización o atomización de la realidad-texto. Punto de partida: El reto de trasponer en imágenes la esencia del texto original de Chétrien de Troyes. En palabras de Rohmer: “No tenía el deseo de reconstruir la Edad Media como era, o como yo me imagino que era. Perceval es menos histórica, en ese sentido, que La Marquesa de O... Mi propósito fue proporcionar una expresión que fuera todo lo auténtica posible con las intenciones de Chrétien de Troyes: no interpretar el texto desde un punto de vista moderno, sino visualizar los hechos que Chrétien narró, del modo en que lo hubieran hecho las pinturas o miniaturas medievales. Desde luego, me importa un cuerno si el resultado es auténtico o no. Hacer Perceval fue un modo de apartarme de ciertos senderos muy recorridos, de evitar la trampa del naturalismo, que -me parece- ha agotado por completo sus posibilidades. En la relación entre la narrativa literaria y la cinematográfica, en el modo en que mis actores aprendieron a hablar, en el juego entre la estilización y lo real, espero haber enriquecido un poquito al cine... Bueno, digamos solamente que no creo estar en la retaguardia.”
Aparece de forma explícita el problema de la representación en el cinematógrafo: ¿Cómo reconstruir la verdad de un texto rodeando lo imaginario, evitando la interpretación? De algún modo el problema generado por Perceval consiste en acercarse a la episteme del gótico de la manera más fiel posible, sin despegarse del texto. Y encuentra la solución mediante un juego espejos: la imagen remite a la palabra. El Cine de la Palabra al que me refería. “No creo estar en la retaguardia”; en efecto, el cineasta galo se sitúa en la vanguardia de la experimentación cinematográfica, junto al matrimonio Jean Marie Straub-Danielle Huillet y Manoel de Oliveira. También en cierto sentido Robert Bresson es un cineasta de la palabra, pero su sistema va por otros derroteros.
No me cabe duda que Eric Rohmer debe estar influenciado de alguna manera por Chronik der Anna Magdalena Bach, Geschichtsunterricht, Acto de primavera o Le procès de Jeanne d´Arc, pioneras de este cine en los límites de la representación, nacido de los intersticios entre la palabra y la imagen. Obras sin actores al uso, sustituidos por personas que declaman su texto. Obras sin mecanismos de ficción habituales; cuyas imágenes y palabras contrapuntísticas fluyen como signo de la Historia (todo orgánico que abarca Arte, Ciencia, Filosofía) sin sustituirla ni representarla, sino apuntando iconológicamente a ella. Para “evitar la trampa del naturalismo” este Cine navega en los márgenes de la totalidad, fija su mirada en fragmentos inconexos que no remitan a un lugar inexistente e inimaginable para la sociedad actual. En lugar de construir ficciones de un pasado inaprensible a través de lo que la posmodernidad ha llamado Grandes Relatos, el cine histórico (y Perceval como investigación – reelaboración, recreación- de los códigos del arte medieval adquiere este carácter) ha de jugar con el intento de resucitar semiológicamente una intuición de la episteme olvidada. Esto lo entronca metodológicamente con una de las más novedosas corrientes en la historiografía: la microhistoria, en particular el enfoque cultural que le da Carlo Ginzburg. Escribe Justo Serna en su estudio sobre Ginzburg: “La historia, tal y como la concibe Carlo Ginzburg, que al decir de Calabrese y de tantos otros es el mejor exponente de la microhistoria, sería una disciplina que funcionaría por fragmentos: una averiguación, una pesquisa que pone en relación conjetural vestigios, huellas, indicios. La semiótica, el psicoanálisis, la arqueología o una cierta crítica del arte se empeñarían igualmente en una progresión azarosa que trata de reconstruir hipotéticamente un sistema ausente, un puzzle sin contornos precisos, un lienzo a restaurar y de cuyo estado original no tenemos noticia segura, indiscutible...”(3). Se revela una profunda interacción entre dos medios de reflexión y expresión tan distintos como el cinematógrafo y la investigación académica, que pone de manifiesto el carácter intertextual de la Cultura como red infinita y generadora de significantes y significados. En el caso de Perceval, se trata de rescatar ese sentir medieval subyacente a sus mitos, sus estilizaciones literarias, su liturgia, sus pinturas. Hay más realidad y verdad histórica en aquellas imágenes que enfatizan el recitado del texto original, la iconografía pictórica y las formas musicales antiguas que en las grandes misè-en-escène que el imaginario medieval ha dado al cine. Y por si fuera poco, la película resultante termina revelándose ante nuestros sentidos como un prodigio estético de belleza subyugante. Qué más se puede pedir: belleza, rigor y simplicidad.


(1) “Cine de poesía contra cine de prosa”. Pier Paolo Pasolini, Eric Rohmer. Ed. Anagrama.
(2) “Cine, relato y representación”. Carlos Heredero.
(3) “Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg”. Justo Serna, Anaclet Pons.

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